El núcleo cívico de Santiago guarda un encanto, reservado solo para los que alguna vez jugamos en sus piletas rodeadas de un macizo jardín… A los que fuimos retratados en 35 mm, a los que en vez de capturar pokemones, coleccionábamos enjambres de palomas, que por cierto en esa época, conservaban todos los dedos en sus patitas hasta el día de su óbito.
Junto con el crecimiento, los vicios imperiales también exterminaron a la ex kancha inca, dando paso en 1541 a Plaza de Armas. Con el tiempo, se diluyó hasta la invisibilidad el excelente damero proyectado para la ciudad. Las esquinas y callecitas se transformaron en rincones nauseabundos que hasta hace algunos años eran repletados por cafés con piernas y boliches, que lentamente han sucumbido ante la poca astucia de la clase política de turno… Como si existieran clases, el plural les queda grande -¡cómo quieren hacernos creer!- pues bien dicho sea, todas las “hermandades” marrulleras de este país juegan con el mismo chirimbolo, blindadas de la ignorancia más brutal… El horror, el horror.
Sólo por eso, la deleznable conducta parquímetra y usurera de los boliches cafeteros que aún continúan en pie es apenas un detalle. Yo aplaudo a estas chiquillas que mantienen una tradición si bien reciente, característica de nuestro Santiago amnésico.
En este páramo, yermo de recuerdos para las generaciones actuales, la felicidad congruentemente infecunda de palpar una panocha, un par de tetas, una dermis compartida con otros comensales, es un daguerrotipo eficaz de nuestro automatismo sexual, gracia divina que nos hace escupir nuestra descendencia genética contra murallas, pisos, cortinas… Y con más dinero que con coquetería, contra una boca o palma femenina. Es Tati, tetona furiosa, quién se encarga a un ritmo de cachetes vertiginoso, de exprimir aquel instinto líquido que emana de chondito. No estaba Mía.
Chondito recibe un olímpico de allá para acá, y aunque las tetas de Tati eran premio suficiente, la voluntad no me alcanzó para negarme al poco decoroso “suplicio” que estaba recibiendo. Le dibujé corazones en las nalgas con la tula, y los borré con los cocos.
A la salida, las peluqueras y peluqueros ya no insisten tanto en tijeretear mi cabello.
Saludos califas.
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