Permaneció inmóvil un momento. Luego buscó a tientas un interruptor en la pared y, al pulsarlo, todo se iluminó de rojo, envolviéndola en un calor nuevo, en una intimidad que la golpeaba desde todos los rincones de la habitación y se multiplicaba en cada uno de los espejos, ubicados estratégicamente alrededor de la cama. Cerró la puerta a sus espaldas, temiendo que alguien pudiera escuchar sus latidos, que golpeaban a un ritmo que le pareció estridente. Se quedó un momento así, de pie observando cada detalle. Fijó la vista en la cama y creyó distinguirlo ahí, desgarbado, desnudo, las piernas abiertas y el rostro lascivo, en un gesto grotesco. Quiso irse, pero comprendió que no era otra cosa que su miedo, la ignorancia, cualquier excusa para eternizar esa condición que la protegía de todos los peligros, pero que ya no servía para nada.

Caminó tranquilamente hacia la cama, en el centro de la pieza, pero, a medida que lo hacía, el rojo iba poniéndose cada vez mas intenso, casi tangible, y delineaba un universo de bocas, lenguas, lóbulos. Tocó la cama, la alfombra, los muebles, y en sus texturas sintió vida, humedad, sintió carne, latidos, calor. Cerró los ojos y pudo percibir cómo se le erizaba cada centímetro de la piel, cómo se le abrían los poros, dispuestos a recibir todo lo que él pudiera darle esa noche. Se detuvo, inquieta por la intensidad de esa sensación, y para conservarla intacta se sentó en una esquina de la cama, presionando más de lo necesario y sintiendo el escalofrío, teniéndolo a él antes de su llegada, imaginándolo adentro, incorporando sus vaivenes, el ancho que suponía a sus caderas, el contacto húmedo de su vientre, el ritmo progresivo de la respiración en su cuello, en su frente, en su boca. Con urgencia empezó a musitar todo aquello que había pensado decirle, transmitirle, sudándole las palabras, empapándolo con años de deseo acumulado. Cientos de espejos le devolvían su propia imagen, que le pareció distinta. Le gustó ver su rostro así, las pupilas más dilatadas y los labios engrosados y oscuros, humedecidos por su aliento. Lentamente abrió las piernas para ver, por primera vez, el camino real hacia su sexo, una profundidad oscura e in¬vitante; invitante incluso para ella. Se tendió de espaldas sobre el cubrecamas satinado, intentando controlar sus latidos y sin dejar de sorprenderse por todo el aire que consumía al respirar. Sin pensarlo, deslizó su mano hasta los muslos, buscando mas allá de las ligas que la presionaban desvergonzadamente. Encontró una piel suave y húmeda, tal como lo había imaginado a él, durante esos días, y ese contacto la alteró tanto como las veces que intentó reconstruirlo, revivir sus caricias, la tibieza del aire sobre su cuello, las dimensiones exactas de su mano. Todo resultaba un diálogo, como con el espejo: la sensación de piel sobre los dedos la hacía desear más contacto, más presión, y con la memoria reconstruyó ahora sus propias pausas, un persistente ir y venir que recorría entero su sexo, mientras llevaba la otra mano a sus labios y luego, por entre los botones de la blusa, hasta su pezón, mas allá del sostén de encaje, humedeciéndolo, sintiendo la pequeña erección que en su fantasía le regalaba a él para que pudiera recogerla entre sus dientes o con las yemas de sus dedos, para luego bajar la cabeza hasta sus mus¬los y quedarse allí, ella jadeante, ansiosa, agradeciéndole la lengua entre las piernas, su presión incesante en el vientre, esa rodilla que la abrió en aquel encuentro fortuito, las caricias en la espalda, un beso en la nuca mientras el ir y venir no cesa, no cesa, no cesa, sintiendo ella que le van a estallar uno a uno los botones de la blusa, que va a fundirse la mano con la piel ansiosa, que contiene dentro suyo todo el aire que es posible respirar, que ella misma se va haciendo roja como la alfombra, la luz, los labios, la carne que continúa, la eterniza, las manos húmedas, viscosas, un extraño elixir que vierte sobre el encaje para que él lo beba, que le regala sin condiciones hasta agotarlo, empaparlo, hasta que por fin sube, los ojos fijos, gime, el cuerpo tenso, respira, se curva, lame los dedos húmedos, se contrae, se eleva. Muere.

Los latidos volvieron a calmarse y de pronto ella oyó bocinas sordas desde la calle. Una gota de sudor se deslizaba por la ranura del escote; los pechos se erguían como queriendo traspasar la tela. Miró a su alrededor creyendo, por un momento, que lo encontraría al otro lado de la cama, desnudo y agotado. Estaba sola. Lentamente se sentó, sintiendo que su fuerza había quedado suspendida en el aire y ahora se le filtraba por la piel, de regreso.

No lo pensó demasiado. Tomó el mismo mensaje con que él la había citado y, bajo su escritura firme, anotó "Gracias" con letras grandes y redondas. Dejó el papel en un lugar visible, justo en el centro del enorme colchón, y arreglándose la falda apuró el paso para salir sin que nadie lo notara y alcanzar el último bus de la noche...